El metilfenidato y yo

metilfenidato
(Foto de djavan rodriguez/Shutterstock.com)
 

El brillo de las pastillas. Así comenzó todo. Recuerdo el día exacto en que el metilfenidato entró en mi vida. Al principio, fue una revelación. Era como si, de repente, una niebla densa se hubiera ido de mi mente. Todo parecía más claro, más fácil. Las conversaciones fluían sin esfuerzo, el trabajo se volvía un juego de niños, y mis interacciones con amigos y familia adquirieron una ligereza que nunca antes había conocido. Me sentía más presente, más eficiente, una versión mejorada de mí mismo. La vida, que antes a veces me abrumaba, se volvió una carretera despejada.

Pero esa magia, empezó a desvanecerse. Poco a poco, casi imperceptiblemente al principio, los efectos comenzaron a girar en mi contra. La claridad se transformó en una agudeza irritante, la eficiencia en una obsesión agotadora. Mis amigos y mi familia, que antes me parecían tan cercanos, empezaron a sentirse distantes. Me encontré más irritable, ansioso, y una tristeza profunda comenzó a arraigar en mi pecho. La pastilla, que una vez fue mi aliada, se convirtió en mi cárcel.

La mañana era el peor momento. Llegué a un punto en el que no podía levantarme de la sin antes haber tomado mi dosis. De una pastilla al día, pasé a cinco solo para poder levantarme de la cama. El mundo exterior se volvió una amenaza constante, y mi cama, mi único refugio. La soledad se instaló en mi hogar, en mi mente. Las emociones se retorcían en un nudo apretado: vergüenza, culpa, miedo. Me sentía atrapado en un ciclo vicioso, prisionero de una sustancia que había prometido liberarme.

En lo más profundo de esa adicción, cuando el mundo exterior se había reducido a las cuatro paredes de mi habitación y mi única compañía eran mis pensamientos tortuosos, me topé con una versión de mí mismo que había olvidado: un ser vulnerable, asustado y desesperado por un cambio. Esa visión, tan cruda y real, fue mi punto de inflexión. Fue el empujón que necesitaba para alzar la voz, para buscar ayuda. Con el corazón en la mano, me acerqué a mi familia, temiendo su juicio, pero encontrando en ellos un apoyo incondicional. Ellos me abrieron el camino, me tendieron la mano, y juntos, llegamos a Narconon. Fue el primer paso de un largo camino, pero un paso vital hacia la recuperación y una vida libre de las garras del metilfenidato.


AUTOR

Lizbeth Carmona

Secretario de Público

NARCONON PUEBLA

EDUCACIÓN Y REHABILITACIÓN DE DROGAS